22 ene 2013

La odisea de Albert Hirschman | Jeremy Adelman


La vida de Albert Hirschman puede verse como una parábola de los horrores y esperanzas del siglo XX. Hirschman nació en Berlín en 1915 y a principios de 1933 huyó con el ascenso de Hitler y la trágica muerte de su padre. Podría decirse que el fin de la adolescencia cerró la puerta al sueño de un niño, un sueño encarnado en el espíritu de tolerancia, experimentación y reforma que asociamos con la República de Weimar. Pero no fue así. El amor a Goethe y la dedicación a la lucha y la comprensión de los valores cosmopolitas de su república muerta acompañaron a Hirschman toda la vida.

La huida de Berlín fue la primera de muchas, ya que la intolerancia lo persiguió de país en país. Alguien más vulnerable a la amargura podría haber considerado esa característica de la vida en la era moderna como un indicio de declinación respecto de las ideas exaltadas de la Ilustración. Viene a la mente el nombre de Hannah Arendt, así como el de muchos otros exiliados de la Mitteleuropa (o Europa Central) lanzados al mundo para transformar su panorama artístico e intelectual, para extender, de forma muy comprensible, una sombra de duda y pesimismo respecto de la condición moderna.

Pero Hirschman no era uno de ellos. Una de las características de su política –y de su genio intelectual– era ver una fuente de opciones en lo que parece inmutable, obstinado e impermeable al cambio. Con un poco de imaginación, pensamiento lateral y audacia, había alternativas posibles. “¿No nos interesa lo que es (apenas) posible en lugar de lo que es probable?”, se preguntó una vez. En lugar de obsesionarse por la certeza y la predicción –que le recordaban la oposición de Flaubert a la rage de vouloir conclure por considerar que no puede sino llevarnos a puntos muertos y resultados clausurados–, tal vez deberíamos ser más humildes y optimistas.

Su credo plantó bandera contra la decepción ante la reforma, el desarrollo y la modernización al presentarle al mundo una figura que llamó “el posibilista” en un famoso ensayo que escribió no mucho después de un viaje a Argentina en 1970. La brújula ética del posibilista era un concepto de libertad definida, en palabras de Hirschman, como “el derecho a un futuro no pronosticado”, la libertad de explorar destinos no previstos o pronosticados por las leyes de hierro de las ciencias sociales.

Los elementos del pensamiento de Hirschman surgieron de una vida de vivir y actuar en el mundo. Si bien tuvo un intelecto precoz desde la infancia, fue en la combinación de su vita contemplativa y su vita activa que compuso una visión del mundo. La huida de Berlín lo llevó a París, donde se sumó a la creciente cantidad de refugiados: mencheviques rusos, socialistas italianos, comunistas alemanes. 

En París, y luego en la London School of Economics y la Universidad de Trieste, aprendió economía. Tal vez sea más correcto decir que se enseñó economía. De cualquiera de las dos maneras, desde un primer momento dio forma a un compuesto original a partir de la lectura de clásicos como Adam Smith y Karl Marx, los debates franceses sobre la balanza de pagos y el interés italiano por la producción industrial. 

Fue contra el telón de fondo de la Depresión, así como por la extensión de la autarquía económica y el imperialismo que hizo sus primeras incursiones en la disciplina. Se percibe que, desde el inicio, estuvo libre de ortodoxias de todo tipo. 

Mientras estaba en Londres, Keynes publicó su monumental Teoría general. Sus detractores, Lionel Robbins y Friedrich Hayek, eran figuras prominentes en la LSE. A Hirschman, sin embargo, no le entusiasmaban demasiado las grandes afirmaciones teóricas en disputa. Su interés estaba en otro lado, en cómo entender los orígenes del caos económico de Europa, preocupaciones que terminarían por llevarlo a la inestabilidad y el desequilibrio del proceso de desarrollo en términos más generales.

Contra la tiranía

Lo que lo formó fue más que la Depresión. También lo hizo la crisis política que se extendió por Europa. París era un centro de intrigas para una diáspora continental. Hirschman pronto se apartó de los comunistas y socialistas alemanes a los que se había acercado, para pasar a un círculo italiano mucho menos interesado en llegar al diagnóstico ideológico “correcto” que en cambiar la historia por medio de la acción. Sobre todo bajo la influencia de su futuro cuñado, Eugenio Colorni, cuya heterodoxia política y filosófica fue un modelo, Hirschman se hizo mucho más ecléctico en sus lecturas –Colorni le contagió su entusiasmo por Montaigne y la belleza del ensayo– y más abierto en el plano político. 

En cuanto el generalísimo Franco se rebeló contra el gobierno republicano en Madrid, los italianos empezaron a organizar los primeros voluntarios en París. Hirschman estaba entre ellos. Unas semanas después del estallido de la Guerra Civil Española, se encontraba en Barcelona. Ahí permaneció, luchó y resultó herido en el frente aragonés. Cuando el Partido Comunista intentó controlar a los milicianos, anarquistas y progresistas varios, Hirschman, estupefacto ante el mismo espíritu de intransigencia que había visto en los últimos días de la República de Weimar, salió rumbo a Italia para participar en un nuevo frente de la lucha continental. Los decretos antisemitas de 1938 de Mussolini interrumpieron su estadía en Italia, si bien no antes de que Hirschman obtuviera su doctorado en la Universidad de Trieste. Una vez más huía a París.

La guerra dispersó mucha gente por el mundo. Lo extraordinario de la movilidad de Hirschman era que se relacionaba con su condición de voluntario profesional en ejércitos de otros, no como mercenario sino como leal a una causa. Tratándose de uno de los grandes teóricos de la respuesta humana a la declinación organizacional, como evidencia su trabajo pionero –Exit, voice and Loyalty (1971)– cambiantes compromisos y partidas tenían una larga historia personal. 

En lo relativo a la tiranía no había duda de dónde estaba su lealtad. Después de 1939 se incorporó a dos ejércitos diferentes –el francés y el estadounidense– para luchar contra el fascismo. En ambos casos lo hizo como extranjero. Pero la vida de un soldado significaba someterse a las reglas entumecidas y la burocracia de la organización masiva. Más de su gusto era la colaboración con el periodista estadounidense Varian Frey en una operación en Marsella que derivó en el rescate de centenares de refugiados de Europa, entre ellos Marc Chagall, André Breton y Hannah Arendt. Era una forma furtiva de lucha que resultaba mucho más atractiva al temperamento de Hirschman, por lo menos hasta que la policía lo persiguió a través de los Pirineos.

Es fácil olvidar que hubo un tiempo en el cual la vida de la mente no estaba tan separada de la participación en el mundo. Durante buena parte de la vida de Hirschman, la formación de un intelectual no siempre implicaba la formación de un académico. De hecho, para cuando obtuvo su primer cargo real como economista, Hirschman no trabajaba para una universidad sino para la Junta de la Reserva Federal en Washington sobre el Plan Marshall y la reconstrucción europea, situación que se mantuvo hasta que la paranoia reaccionaria de la purga mccarthysta de la administración pública estadounidense lo llevó una vez más a atravesar fronteras en busca de seguridad y, de ser posible, aventura. En 1952 se trasladó a Colombia con su esposa, Sarah, y dos hijas.

Así comenzó la latinoamericanización de Hirschman y su consiguiente reinvención. Para entonces, algunas características básicas de su estilo se iban haciendo más claras. No era un pensador ortodoxo. Desafiaba la categorización. En momentos sombríos era cuando más importancia tenía pensar de manera diferente sobre el origen del problema y sus posibles remedios. Pero fue el encuentro con los retos del desarrollo del capitalismo y la democracia en América Latina lo que liberó su imaginación. En Colombia, no trabajó en una torre de marfil, sino como consultor que contribuía a resolver problemas cotidianos de inversión en proyectos habitacionales y de riego. Los años que dedicó a trabajar y observar en ese campo se reflejarían en las publicaciones que reorientaría su carrera y lo catapultarían, en la mediana edad, a los enclaves de la educación superior estadounidense: Yale, Columbia, Harvard y, por último, el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.

Los encuentros en América Latina alimentaron un cuarto de siglo de trabajo innovador, desde La estrategia del desarrollo económico (1958) y Viajes hacia el progreso (1963), hasta un ensayo brillante que se ha subestimado, Getting Ahead Collectively (1983). Seguir el trabajo de Hirschman es como rastrear los encantamientos y desencantos de la forma en que pensamos sobre el desarrollo tal como lo expresan los planificadores, el Banco Mundial, los ingenieros –los activistas de base– los que practican el arte del progreso. 

Al economista le correspondía, pensaba, “cantar la epopeya” del trabajo de sus trabajos. No es raro, entonces, que entre los aforismos que más le gustaban se encontrara la comparación de Camus de la lucha por el cambio mediante la superación de las resistencias con “una larga confrontación entre el hombre y una situación”. 

Era siempre un abordaje más atractivo que el exceso irreflexivo de confianza en la solución de todos los problemas o su equivalente, el fatalismo de que nada puede cambiarse.

En el estilo narrativo de Hirschman hay un hilo que vale la pena destacar: el delicado equilibrio entre observación apasionada y participación crítica. Se trata de un saber que apunta a cambiar la comprensión del mundo. Se apuntaba a que la experiencia de lectura de un libro o un ensayo de Hirschman desestabilizara el sentido común y la ortodoxia. Ya se tratara de los gurús del “crecimiento equilibrado” de los años 60 o de los miltonfriedmanistas fanáticos de los 80, el propósito de Hirschman era desafiar las certezas clausuradas. 

Tampoco sus colegas de izquierda se salvaron. Era escéptico en relación con las teorías de la “dependencia” y las explicaciones “estructuralistas” de los problemas de América Latina. Suele olvidarse que en el famoso libro en el que expone el discurso de los que ahora llamamos apóstoles “neoliberales”, Retórica de la reacción (1991), uno de los capítulos estaba dedicado a las formas progresistas de intransigencia.

Desde los márgenes

Hirschman era un maestro en invertir frases familiares y neologismos comunes precisamente para llevar al lector a descubrir que las realidades no son tan fijas como parecen. Esa fue una de las razones por las que Hirschman ingresó tempranamente a la psicología y el análisis social. Ahora se lo reconoce como uno de los fundadores de una ciencia social de la conducta más amplia, y es por eso que es objeto de un redescubrimiento luego de muchos años de desprecio por parte de los puristas. 

Con frecuencia me preguntan por qué no ganó un Nobel de economía, y en su reciente obituario The Economist destacó cuánto lo merecía. Al igual que la relación de Borges con el canon literario, Hirschman desafió las formas familiares en que la academia y sus disciplinas organizaban sus feudos intelectuales. Lo que lo hacía tan original era que procedía de los márgenes de la universidad, por lo que nunca perteneció del todo a ésta. Eso le dio la libertad de atravesar límites sin inhibiciones. Pero las reuniones de profesores y los ritos de la vida académica lo aburrían hasta la desesperación.

Paradójicamente, sin embargo, escribía ante todo para intelectuales. Podría decirse que eran tanto el objeto como el público de su trabajo. Al descubrir que uno de los principales factores del desarrollo era la forma en que los intelectuales imaginaban las posibilidades del progreso, se hizo evidente que la manera en que entendemos el mundo incide sobre cómo podríamos cambiarlo, y los intelectuales desempeñaron un papel central en lo que respecta a la creación de campos de sentido. En los 60, instó a los pensadores latinoamericanos a superar su pesimismo. Hizo lo mismo en el caso del pensamiento social estadounidense en la década de 1980. Entre esos años, escribió un ensayo deslumbrante sobre la historia del pensamiento sobre el capitalismo, Las pasiones y los intereses: Argumentos políticos a favor del capitalismo antes de su triunfo (1977), en el que insistía en que había formas alternativas de pensar los mercados y la política, formas que eran más humanas, más creativas y, en última instancia, más liberadoras que los esquemas producto de insensibles defensores y críticos del capitalismo.

Como dijo en la última línea de ese gran libro, tal vez sea en la historia de las ideas donde podamos hallar claves para mejorar el nivel del debate. Pocos nos dejaron más claves precisamente para ese fin que Hirschman. Sería difícil imaginar un momento mejor que el actual para elevar el nivel del debate.

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