21 ene 2013

La serpiente del paraíso | Alfredo Jocelyn-Holt

Según Werner Muensterberger, “coleccionar es una de esas defensas que promete alivio temporal y provee nueva vitalidad porque cada nuevo objeto efectivamente otorga la sensación fantasiosa de omnipotencia”. El coleccionismo opera como “coraza protectora narcisista”. Estamos ante personas -los coleccionistas- quienes constantemente responden a heridas o experiencias de pérdida latentes, lo más probable que afectivas, que los predispone compulsivamente a hacerse de y acaparar objetos, antídotos contrafóbicos, a fin de apaciguar la frustración y, así, recuperar cierto equilibrio y autoestima, hasta volver a dar con un nuevo objeto. Tentación permanente: Collecting: An Unruly Passion (1994).

Si les interesa el tema y a lo magnífico que nos puede llevar, no se pierdan la espléndida exposición de obras de la colección de Peggy Guggenheim en el Centro Cultural de La Moneda. Ella, una “Mansa Woman”, femme fatale, “Jewish-American Princess” (disculpen el estereotipo racista, pero algo dice de su biografía), extraordinaria marchand d´art, mecenas y, sobre todo, coleccionista de un cuanto hay: arte, amigos (Herbert Read, Duchamp, Breton, Matta, Calder, Mondrian, Alfred Barr), maridos (Max Ernst, entre varios), amantes (Roland Penrose, Tanguy, Samuel Beckett, Pollock…). Ella misma decía que se había encamado “prácticamente con todos los hombres que había conocido” (aunque sus gustos y ojo eran más acertados y variados que los del vulgar general Petraeus). Por último, como suele ocurrir con omnívoros sexuales insaciables, a la postre terminó contentándose con perros (Cappucino, Peacock, Toro, Foglia, Mme Butterfly, Sir Herbert, Sable, Cellida…); seres más fieles y, por cierto, no dados a opinar o a llevarle la contra a uno, con los cuales terminó “acostada”, para siempre, en la tumba de su palacio de Venecia. Perros, no gatos; igual, tenía algo medio “egipcio” esta virago y pope surrealista.

Otra dimensión a que nos lleva a reflexionar la notable muestra es la filantropía. El caso de Peggy Guggenheim, como todo con ella, es peculiar y extravagante. Si bien nació con plata, su riqueza era mucho menor que la del resto de su familia (en parte de origen salitrero, ergo la conexión con Chile); su padre murió joven en el Titanic y Peggy debió “ganarse” la vida como comerciante en arte, haciendo de mecenas a la vez que hábil mujer de negocios. De hecho, su afán altruista es distinto al de otros millonarios y benefactores norteamericanos famosos (Morgan, Vanderbilt, Mellon, Rockefeller). Pertenece a una generación posterior. Así, pues, se dedicó al arte contemporáneo, no porque lo prefiriera, sino porque resultaba una inversión más barata: los “grandes maestros” o habían sido ya comprados, o sus precios andaban por las nubes. Compraba a huevo y, en rachas compulsivas, hasta una obra a diario.

Tampoco hay atisbos de esa otra motivación de la filantropía en arte, la de querer apaciguar la mala conciencia, esa suerte de complejo puritano en que se pretende “pagar de vuelta” y congraciarse con una sociedad democrática. Peggy Guggenheim era progresista-vanguardista a la par que capitalista sin tapujos. Muy de nuestra época, su llegada a un Santiago en pleno capitalismo-víbora sin escrúpulos no puede ser más a tiempo.

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