10 abr 2013

¿A qué llamarle “memoria visual” de la dictadura? | Nelly Richard



El año 2013 marca la conmemoración de los cuarenta años del golpe militar que instaló la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. El resurgimiento del pasado como cita de la historia evoca y convoca a las memorias en disputa sobre el valor crítico del recuerdo. Lo que el teórico Andreas Huyssen ha llamado el “boom de la memoria” designa la multiplicación de los archivos, documentos y testimonios que denuncian las inhumanidades cometidas por los regímenes de fuerza, para transmitir desde el presente una conciencia hacia el futuro, una conciencia que respete el imperativo categórico del “¡Nunca más!”.
Las dictaduras latinoamericanas han revisitado una y otra vez su pasado de violencias exterminadoras, dándole voz a quienes las padecieron en cuerpo propio para que la sufrida experiencia de las víctimas sirva de prueba de autentificación de la magnitud del daño. Esta rememoración en primera persona del pasado violento se impone como demostración de que los hechos negados por el terrorismo de estado sí ocurrieron, pese a todos los dispositivos del terror que intentaban mantener su criminalidad en secreto.
Las transiciones democráticas lograron inscribir el tema de la violación de los derechos humanos en la esfera pública (verdad, justicia y reparación), conformando un sentido común que lleva la sociedad civil a condenar casi unánimemente las atrocidades del pasado, aunque difieren e incluso se contraponen los argumentos que explican las causas de la ruptura de la institucionalidad democrática. Esto hace que el tema de la memoria se enuncie desde el lado de las víctimas de la dictadura, por las que toma partido una ciudadanía ya alertada respecto de la gravedad de las denuncias comprobadas en materia de crímenes de lesa humanidad. La crítica cultural –al solidarizar con los vencidos de la historia– también se inclina hacia aquellos materiales o fragmentos de relatos que llevan grabadas la estampa perversa del mal.
Y es así como la crítica cultural, al focalizar su atención en el corpus documental y testimonial que retiene la memoria del sufrimiento y la catástrofe, ha dejado de lado como material de estudio la organización de los relatos con los que la historia oficial escribió su oscura narrativa del poder autoritario y totalitario. Ha permanecido casi desprovista de análisis crítico, en las investigaciones chilenas, el repertorio de códigos con el que la dictadura se representó a sí misma, además de los bandos oficiales y los artículos de ley, en esculturas públicas, patrimonio urbano e imaginerías populares.
El primer aporte que realiza meritoriamente el libro El golpe estético, en vísperas de las conmemoraciones del 11 de septiembre 2013, tiene que ver con esto que faltaba: volver a analizar la relación entre estética, ideología y representación con la que el paradigma dictatorial elaboró su narrativa fundacional, cumpliendo la tarea –casi inédita– de descifrar la simbología del régimen militar cuya siniestra operatoria de la “destrucción” (de los cuerpos y las identidades; de los afectos y los vínculos comunitarios) se disfrazó de gloriosa épica de la “reconstrucción” nacional. Junto con el lirismo del discurso de la heroicidad militar y el rescate de la tradición chilena como glorificación del orden, la unidad y pureza del “ser nacional”, el gobierno militar instala muy luego su otro discurso del “progreso” asociado al crecimiento económico que luego se hizo llamar “modernización” para, en nombre del “desarrollo”, volver productivo lo destructivo. Ya había acontecido –salvajemente– el experimento neoliberal de los Chicago Boys con su doctrina monetarista del shock. Mientras el frenesí del libre comercio se vale del capitalismo transnacional para expandirse fuera de Chile con el mercado de las exportaciones, el gobierno militar, dentro de Chile, emprende una secuencia feroz de privatizaciones que conlleva la desregulación financiera, los incalculables beneficios para las empresas, la defensa a ultranza de la propiedad privada y su correlato: el desmantelamiento de lo público (de más está decir que así pasó con la educación).
Este libro recolecta una precisa y preciosa selección de imágenes que va desde la monumentalidad del discurso heroico–patriótico retratado en arquitecturas o esculturas y proclamado en ceremonias hasta la miniaturización de sus consignas y símbolos en billetes, monedas y sellos postales. Los textos e imágenes son elocuentes en mostrar cómo el poder militar no sólo dictamina órdenes, viola las libertades y abusa de los cuerpos, sino crea figuras –metáforas y alegorías– que diseminan sus mensajes (orden, progreso, unidad, mando) para modelar cotidianamente cuerpos y mentes, hábitos y conductas, sensibilidades y conciencias, percepciones y concepciones, gustos y valores.
Los autores del libro –Luis Hernán Errázuriz y Gonzalo Leiva– parten diciendo que “recorriendo avenidas, plazas y parques en diversas ciudades”… reparamos en la existencia de una serie de plataformas heroicas, monolitos, placas conmemorativas y mástiles para izar la bandera en ceremonias cívico–militares. Fue allí cuando comprendimos que el legado estético de la dictadura de Augusto Pinochet se había filtrado en el paisaje”.
El libro concluye con lo siguiente: “Una señal elocuente de que se puede disolver el pasado es la erradicación del Altar de la Patria, el monumento más emblemático que instaló el régimen militar (1977) frente al palacio de gobierno, para las celebraciones y conmemoraciones del golpe de Estado, donde “flamearía eternamente la llama de la Libertad”. ¿Quién hubiera pensado que este monumento símbolo, tan significativo para los militares y sus adherentes más fanáticos,… sería desmantelado de un modo tan pacífico y en breve plazo? Tanto es así que resulta difícil encontrar siquiera una fotografía para recordar cómo era el “altar de la patria. Simplemente desapareció sin dejar rastro, y ya no existe”. Se produce un lapso de indefinición que media entre las constataciones del comienzo (el recuerdo de las estéticas de la dictadura) y las del final del libro (el progresivo olvido del impacto urbano dejado por ese recuerdo del pasado militar).
Al cursar el itinerario de este valioso libro que nos lleva a revisitar el pasado de la dictadura desde ángulos inexplorados, me di cuenta que era la extrañeza de este lapso indefinido entre recuerdo y olvido la que debía ser interrogada para saber qué entender exactamente por “memoria visual” de la dictadura. Y que esto sólo podía ocurrir tensionando un desplazamiento crítico entre lo visible del “marco” que se auto–asigna el libro (las imágenes de la cultura visual de la dictadura seleccionadas en su recuadro investigativo) y lo invisible de un diluido “fuera–de–marco” que permanece al margen de su selección: un “fuera de marco” tan saturado de restos camuflados de escenas todavía en curso que ya casi no ofrece contrastes entre lo que fue (pasado) y lo que dejó de ser (presente).
En sus textos de los ochenta sobre la cultura autoritaria, el sociólogo José Joaquín Brunner nos explicaba cómo la dictadura militar en Chile combinó tres medios de control: “la represión”, el “mercado” y la “televisión” (Un espejo trizado; ensayos sobre cultura y políticas culturales, Santiago, FLACSO, 1988) . Mientras la represión castigaba ferozmente a los enemigos del régimen, la alianza entre mercado y televisión se valía de las industrias del consumo y de la entretención para desviar la atención pública de los cuerpos humillados por la tortura. El mercado y la televisión ayudaron a sustituir las ideologías que inspiraban a las militancias políticas por las cosméticas del gusto y su fetichismo de la imagen plana, lisa, sin adherencias traumáticas.
No fueron ni las arquitecturas ni los monumentos, ni las iconografías ni las escenografías militares o patrióticas las encargadas de transmitir la herencia de la dictadura, sino –de manera difusa y ramificada– “el mercado y la televisión”. Este es el operativo de modelamiento acrítico de los sentidos cuyos resortes comunicativos se valieron de lo comercial y de lo publicitario para que la serie–mercancía y su oferta de productos ya listos reemplazaran a los proyectos de construcción de las identidades sociales que mutiló la dictadura y que no reincorporó ni vitalizó la transición. Estas son las marcas implantadas por la doctrina económica del gobierno militar –las de la masificación del consumo de bienes y servicios como tributos a la hegemonía neoliberal– que resistieron la borradura del tiempo (a diferencia de los Altares de la Patria), hasta el punto de que ni veinte años de los cuatro gobiernos de la Concertación pudieron disolverlas.
Estas marcas de lo publicitario y de lo comercial tienen directamente que ver con la minuciosa conversión de los “ciudadanos” en “consumidores” que había denunciado con implacable lucidez Tomás Moulian en Chile Actual. Anatomía de un mito (1998), anticipándose así con sus tesis al escándalo de La Polar (2011). ¿Para qué hubiese querido el gobierno militar de A. Pinochet perpetuarse en esculturas, monumentos o edificios si el operativo de despolitización de la ciudadanía que operó la economía de mercado logró vaciar de contenidos participativos a las estructuras de la política formal que tanto cuidó la retórica del consenso? ¿Qué otra herencia podría haber querido traspasarnos el gobierno de Pinochet si la ilegitimidad de la Constitución del 1980 aun mantiene sus articulados vigentes para restringir y condicionar la democracia? La esfera televisiva de las comunicaciones que controlan las pautas de los medios dominantes nos acostumbró, incluso, a que la distracción de la mirada considere normal lo siguiente: al finalizar los noticiarios de las 14 horas del Canal 13, sigue siendo el mismo Pablo Honorato –cuarenta años después– el que sigue despachando sus informes desde los Tribunales de Justicia, ocupando los mismos pasillos de cuya sospechosa hospitalidad abusó, en los tiempos del régimen militar, para entrevistar de forma cómplice al tenebroso Fiscal Militar Fernando Torres, al amenazante Procurador General de la República Ambrosio Rodríguez: el mismo Pablo Honorato que desinformaba respecto de las ejecuciones de presos políticos informándolas como “enfrentamientos entre militares y opositores al régimen”.
Desaparecieron varios Altares de la Patria, pero la televisión nos hace volver una y otra vez sobre lo que –figuradamente– podríamos llamar la “escena del crimen” (la verdad obstruida, la justicia incumplida). ¿No es esa una de las huellas –la de Pablo Honorato aun reporteando imperturbable desde los Tribunales de Justicia– que, al haberse vuelto anodina entre tantos reality shows, nos señala que el cotidiano mediático (“el mercado y la televisión”) contiene muchos recuerdos del gobierno militar que, cuarenta años después, sobreviven indemnes a la condena del pasado? Este libro describe, por un lado, cómo el lirismo patriótico–nacionalista del régimen militar ocupó escenografías e iconografías salvadoras para exaltar su discurso fundacional de la reconstrucción nacional. Y, por otro lado, nos lleva a constatar la actual falta de pregnancia de estas marcas en el paisaje chileno.
Al hacerlo, este libro nos orienta hacia un fuera–de–marco que excede las imágenes cuidadosamente recolectadas en su interior, para que busquemos las huellas de la “memoria visual de la dictadura” en lo que se fuga del recuerdo fotográfico. Pareciera que el verdadero “golpe estético” del régimen militar, en el sentido que le da Ranciére a esa palabra: la de un “reparto de lo sensible”, quizás haya que buscarlo, entonces, en las rutinas de la política administrativa que, hasta el estallido en 2011 del movimiento estudiantil, vaciaron a la democracia de todo impulso utópico–contestatario; en el encadenamiento de los cuerpos y las mentes a las servidumbres del mercado que termina rematando las vidas ordinarias en la deuda y la hipoteca: en la desestructuración de los lazos sociales y en la competencia económica que recurre a la libre empresa para convertir a las privatizaciones en el agente confiscador de toda sustancia pública de lo común–comunitario; en la sistemática producción de desigualdades sociales; en las tramas de lo bancario y lo crediticio como sistemas de endeudamiento perpetuo y de sobrexplotación de las fantasías de integración de la gente a la masificación del consumo; en la vocación antisocial de un modelo que desconfía de aquellos colectivos ciudadanos que sueñan con horizontes de sentido alternativos a los de la simple gratificación mercantil. Y ese otro “golpe estético” del régimen militar sigue vigente.


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